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Hasta que se pase

Son las 19 horas de un Jueves de Abril Conseguí 2 figazzitas de hace un par de días de la panadería de siempre.  "Es lo último que quedó, ya se llevaron el resto, perdón", dijo. Sintiendo, según me parecía, algo de verguenza. "Está bien, con un poco de té van a estar perfectas. Gracias", respondí. Se las llevo a mis hijos. Una figazzita para cada uno.  Al menos van a tener algo en el estomago para irse a dormir.  Quisiera haber conseguido una más, para mi esposa.  Ella es buena. Ella es muy buena. Hace 3 días no hace más que tomar mate. Les guarda lo que conseguimos para comer y el té a nuestros hijos.  A veces Rosa, nuestra vecina de al lado, la invita a comer. A veces, cuando su suerte del día lo permite.  Ella se niega, pero Rosa la termina convenciendo.  "No vas a poder cuidar a tus hijos si no comés, un poco de arroz, dale" Yo saqué los restos de una medialuna del tacho de basura a la  mañana temprano, mientras buscaba algún trabajo o changa, sin suer

Julio y sus tesoros

Cuando entré en la casa de Julio, lo primero que podía verse eran las montañas de cosas acumuladas en cada rincón. Entre las cosas, había un angosto camino que iba hacia el baño, y otro que iba hacia la habitación.  Apenas se podía pasar por allí, era como si Julio pensara que no debía dedicarse más que lo indispensable para el espacio personal. Las cosas materiales (y los pedazos de cosas) tenían prioridad en ese lugar. No era un apartamento muy grande, tenía un living-comedor, una cocina, un baño y una habitación. Por donde miraras, estaba todo invadido de cables, maderas, plásticos, trapos, caños, papeles, libros, y un sinfín de cosas que ni siquiera puedo categorizar. Y cajas, muchas cajas. Le pregunté de qué se trataba toda esta “colección”: me dijo que era su tesoro. Que durante toda su vida se había dedicado a juntar cosas “por las dudas”, “porque podían servir”, o para proyectos que nunca había empezado. Allí había tiempo invertido, dinero, búsquedas por cuevas

En casa

Finalmente volvía, después de 5 años, a mi ciudad natal. Al salir del aeropuerto, un viento helado me recordó, de un golpe seco, que el verano siempre se olvida de este rincón del sur. Me quedé esperando un taxi, mientras veía cómo mi cabello suelto volaba salvaje, cubriendo mis ojos cada tanto. Al llegar, el chofer del taxi cargó mis bolsos en el baúl, mientras yo me apresuraba para subir. Le indiqué la dirección de la casa de mis abuelos maternos. Después de todos estos años alejada de esta ciudad gris y rutinaria, es curioso cómo empiezo a notar cosas que antes me pasaban desapercibidas. Los rostros de la gente que camina, con las frentes fruncidas, las manos en los bolsillos para protegerlas del frío, las mejillas y narices rojas y ninguna sonrisa. Los autos, en su mayoría grises y negros, haciendo maniobras en las calles escarchadas. Los árboles, desnudos, con sus ramas agitándose en dirección al norte. Los perros callejeros refugiándose entre las paredes de las casas, te