En casa
Finalmente volvía, después de 5 años, a mi ciudad natal. Al
salir del aeropuerto, un viento helado me recordó, de un golpe seco, que el verano
siempre se olvida de este rincón del sur.
Me quedé esperando un taxi, mientras veía cómo mi cabello
suelto volaba salvaje, cubriendo mis ojos cada tanto. Al llegar, el chofer del
taxi cargó mis bolsos en el baúl, mientras yo me apresuraba para subir. Le
indiqué la dirección de la casa de mis abuelos maternos.
Después de todos estos años alejada de esta ciudad gris y
rutinaria, es curioso cómo empiezo a notar cosas que antes me pasaban
desapercibidas. Los rostros de la gente que camina, con las frentes fruncidas,
las manos en los bolsillos para protegerlas del frío, las mejillas y narices
rojas y ninguna sonrisa. Los autos, en su mayoría grises y negros, haciendo
maniobras en las calles escarchadas. Los árboles, desnudos, con sus ramas
agitándose en dirección al norte. Los perros callejeros refugiándose entre las
paredes de las casas, temblando. Y el viento, el sonido del viento. Parece casi
como un grito de guerra. Sopla con furia, y no da tregua. Golpeaba contra todo
y contra todos.
Miré mi celular y busqué el pronóstico del tiempo. 13 grados
bajo cero, y el viento a 108 kilómetros por hora.
“Llegué a casa”, dije, en voz baja.
Mis abuelos, Nilda y Horacio, espiaban por la ventana,
esperando mi arribo. Al ver el taxi estacionar, salieron con abrigos tan enormes
como sus sonrisas. Pese al frío, no hubo nada más cálido en toda mi estadía que
el abrazo que me dieron en ese momento. 5 años sin vernos, había sido una
eternidad.
Al entrar en la casa, mi perro Doki me saltó encima. Lo
primero que noté era lo bien que mis abuelos lo habían alimentado. Casi hubiera
jurado que pesaba lo mismo que yo. Me senté con él a jugar con su pelota favorita.
Mi abuela puso el agua para el mate, el aroma de las medialunas de la panadería inundaron todo el comedor. Se sumaron a la reunión mi madre, mis hermanos, mis tíos y primos. Risas y charlas. Felicidad e historias acumuladas listas para ser contadas.
Me di cuenta que ahí adentro ya no importaba el frío, no
importaba el viento, ni la escarcha, ni las caras serias y congeladas que había
visto en el camino. Ahora sí estaba en casa.
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